Mayo, 2012
Polo Noyola
Para levantarnos el ánimo de tanta
crisis y en vista de que los ficus de la banqueta empezaban a invadir nuestro
patio, acepté la oferta de un joven desempleado que por 300 pesos, dijo,
podaría los tres árboles. Incrédulo y con un poco de mala conciencia, pues es
mucho trabajo para tan poco pago, terminé aceptando ante su insistente
solicitud. “Le daré de comer y le compraré una coca”, negocié conmigo mismo,
así que puso manos a la obra.
Podó un solo árbol, con tanta furia,
que tapó el paso de la calle. Tuve que desatender mis labores para acudir al
llamado de los claxon de los vecinos que querían pasar. Era una cantidad de
ramas insospechada. Discutí con mi amigo y por el momento las apilamos en la
banqueta de la casa, pero ahora nos impedía el libre tránsito a los usuarios
del hogar. Como pude, penetré a nuestro domicilio e hice una llamada al
Ayuntamiento de la ciudad para que me ayudaran a resolver este desaguisado.
Para mi sorpresa, una amable señorita tomó nota y me tranquilizó: “voy a
enviarle un inspector para que evalúe el monto de ramas y le haga un
presupuesto”. Perfecto. Yo calculé en cien pesos adicionales e hice mis cuentas,
que no resultaban tan gravosas. La sorpresa fue que cuando por fin pude salir
de la casa entre las ramas, ya había llegado el inspector del Ayuntamiento, a
quien felicité por la prontitud de sus auxilios, pero rápidamente me quitó la sonrisa
optimista de la cara. Con mirada preocupada como la de un ingeniero que construye
una presa, calculó en tres tráileres las necesidades de evacuación, lo que por
poco me provoca un accidente de evacuación, pero estomacal. Discutí
argumentando mis derechos ciudadanos, los impuestos que nos cobran por aquí y
por allá, las promesas del alcalde y la tremenda crisis que vivimos, lo que
momentáneamente conmovió su endurecido rostro de ingeniero. Me dijo que tal vez
cabría en uno, y por tratarse de una emergencia, buscaría hablar con el chofer
para que me lo dejara en 1,300 pesos. Debería hablarlo con un regidor o el
propio presidente municipal, no con el chofer. Pero en ese momento no le puse
atención. Tenía que ser rápido, pues si
pasaban “los de ecología” podría hacerme acreedor a una multa por una cantidad
mucho más alta. Le di las gracias por el estupendo servicio municipal y lo
despedí con violencia contenida. Se fue con cara de “ahorita te echo a los de
ecología” y yo me quedé con mi joven desempleado, que ya tenía el pobre ficus
tan pelado como un árbol de Dalí. “Ves lo que pasa por ayudarte”, me desquité
con él, puesto que había participado en toda mi negociación. “¿Tiene mecate?”.
Claro que tengo mecate. “Tráigalo”, me ordenó. Y en menos de lo que canta un
gallo, con mi ayuda, amarramos paquetes de ramas, una tras de otra, hasta juntar
24. Eran unos rollos compactos, de un metro y medio de largo por cuarenta
centímetros de diámetro, que apilamos junto a la cochera, dentro de la casa, lo
que me quitó, por lo menos, la preocupación de “los de ecología”, que ya
andarían rondando la colonia. Le di 200 pesos y la comida programada, pero la
advertí que no se me volviera a aparecer con sus grandes ideas.
Una semana después, ya medio secas las
ramas, al pasar el camión de la basura, salí con cincuenta pesos en la mano y,
a sabiendas que es ilegal que carguen ramas en sus recorridos, los exhibí
provocadoramente al tiempo que indicaba el montó de ramas junto a la cochera.
Entraron cuatro hombres y en segundos desalojaron el montón. Asunto concluido.
Cuando reflexionaba en este gesto de
solidaridad que resultó tan desafortunado, pensé que esa es la forma en que
hacemos las cosas en México, nuestra famosa corrupción que es, en realidad, la
forma práctica que tenemos para resolver nuestros problemas. No es que sea una
cultura ajena a nuestra cultura, que asumimos momentáneamente mientras nos
volvemos menos corruptos, sino que se trata de mecanismos sociales, convenidos
por todos, para arreglar las cosas que los diferentes niveles de gobiernos se
niegan a afrontar, al menos, con un sentido social. Un tema de larga discusión.
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